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Edorta y El coyote: Un Cuento Vasco

Edorta y El coyote

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Edorta y El coyote

…El presentimiento de Edorta, se hizo realidad, al llegar a su casa…

Esa carta, la carta enviada su Padre, desde América, le había anunciado la renuncia que le obligaba a partir de su tierra, con el tío Kosma, por las penurias económicas de él y su familia, a sus apenas trece años de edad…

Su Madre, le dijo, nere seme maitea (¡mi amado hijo!), abrazándolo con desesperanza. ¡Su hijo tenía que partir, de su familia, de su casa, de su pueblo y de sus montes!…, para ir a otro lugar que podría ser más grande, más nuevo y más colorido, siendo posible que a su retorno, él, viese todo muy pequeño, muy viejo y muy descolorido…

Viajó en tercera clase, en ese trasatlántico, viendo que la realidad se imponía sobre sus deseos de quedarse en casa, partiendo solo con su cuerpo, su mente y su sentir…

La noche anterior a su arribo, al puerto de Nueva York, los pasajeros se despidieron con una cena llena de alegría, danza y cantos, en la que Edorta cantó para sus compañeros de viaje, más forzado que de ganas, cargando sobre sí, el juicio que se hace sobre los vascos, como insufriblemente orgullosos y regionalistas…

Edorta libraba la batalla del juicio sobre los vascos, junto a la suya propia, ¡su aislamiento nostálgico, le hacía penoso, el contacto con la gente y con el mundo!

En esos momentos, no sabía lo que la vida le deparaba…

Al arribar al puerto, vio que el humor alegre y despreocupado de los pasajeros, de la noche anterior, se había trocado en nerviosismo irritado… caminaban presurosos en todas direcciones, con falta aparente de propósitos…

Del puerto. transitó más de 3,218 kilómetros hacia Nevada y, otros tantos más, para llegar a su destino, a Eureka. El trayecto duró cuatro días y sus noches, sin entender el idioma de ninguno de sus congéneres, con la sensación de estar perdido; pasando de un vehículo a otro… viendo largas, idénticas y monótonas calles, edificios,… ¡Todo parecía igual! Pero tan grandes, que sus montes y cultivos, hacían parecer a los suyos y a su pequeño país: ¡Enanos!

Todo lo campirano, era diferente. Los sombreros, la ropa, las caras tostadas por el sol,… Edorta, en cambio vestía con blusón, saco de pana, alpargatas y boina roja, haciéndolo conspicuo a todas las miradas.

Rumbo al rancho, el tío, se detuvo de improviso para enfrentar a su adversario que le mataba a las crías de su ganado, un coyote, un perro flaco y amarillo, que lo miraba avanzar hacia él, sin moverse de su sitio. Ese coyote era muy astuto y perverso, era un estratega que corría zigzagueando ante los disparos de Kosma.

Ante el fracaso de matar al coyote, arribaron al rancho, en el que la casa era de madera, acompañada de unas cuantas chozas, unos pajares y varios extensos corrales para ovejas con bebederos y cobertizos. ¡Para Edorta, un enorme zumbido de soledad y lejanía, parecía aplastar el paisaje!

Le consolaron levemente, las palabras de Kosma, de reunir el dinero necesario para un día regresar a su tierra, establecer un pequeño negocio, cualquiera, que les permitiese vivir y acabar ahí, con los suyos, los pocos o muchos días que les restasen…

Los trabajadores del tío, eran indios navajos, a quienes sí de pronto, les venía a la cabeza, ir a ver a su tribu, tirarse a dormir o emborracharse, dejaban el trabajo, sin poner sobre aviso al patrón, lo que resultaba desesperante, exasperante, indignante, irritante, insoportable, inaguantable, agobiante, para Kosma, porque abandonaban el pastoreo en la sierra y, el coyote, hacía presa fácil a sus animales… cuando a él, le urgía ir al pueblo a comprar, a vender, a arreglar sus cuentas, trabajar en casa, los corrales, cobertizos, el pozo,…

El tío aspiraba, sin lograrlo, el convertir a los navajos en pastores. Edorta sería el salvador del ganado, del pastoreo, de ¡la vida de Kosma!

Edorta inició al día siguiente el pastoreo del rebaño de ovejas, ariscas e inquietas por las continuas incursiones y acoso del coyote,… en compañía de cuatro suspicaces muchachos indios,… adustos y poco comunicativos…, que en la primera noche, después de cenar y dormir un breve espacio de tiempo, se habían marchado, llevándose sus pertenencias, provisiones, el rifle…

De pronto, el coyote, sentado en una roca, le miraba con esos ojos amarillos, como tratando de desentrañar la esencia del nuevo ser a quien iba a tener que burlar de ahí, en adelante, para… seguir comiendo… Edorta y El coyote, inmóviles, con los ojos del uno clavados en los del otro por largo rato, produjeron en este niño ¿o joven?, miedo, mucho miedo…

¡NO! a sus trece años, Edorta se encontraba en un estado intermedio entre el fin de la infancia y el comienzo de la adolescencia y ¡él, estaba en ese intermedio!, en que la vida es más fascinante, pero también, más compleja, asumiendo nuevas responsabilidades, buscando apenas su identidad, su independencia, lleno de energía, curiosidad y de un espíritu en el que no se apagaba, todavía, el pensar en el mañana con cierto miedo, ante ese mundo lleno de peligro…

El coyote, ese mismo día, dio la primera muestra de lo que era capaz. El rebaño iba pasando una larga cañada, estrecha y abrupta, que obligaba a ir en fila, cuando de pronto, salió la fiera de entre las peñas, después de haber dejado pasar a los machos, prendió a un borreguillo, de entre las mismas patas de su madre y cruzando transversalmente el desfiladero, se metió por unas hendiduras rocosas y, desapareció con su presa…

Edorta corrió a la planicie donde desembocaba el cañón, a buscar al coyote, pero las huellas del animal desaparecían de repente. Continuó buscando, sin lograr dar con la fiera, comprendiendo la desesperación de su tío Kosma.

Edorta encontró, a falta de rifle, un arma, una larga vara, gruesa, fuerte y seca, al tiempo que descubría la estratagema de su adversario, para despistarle.

Por el lecho seco del río, el coyote se encontraba, asombrosamente, dando vueltas por la arena, para emborucar sus pisadas, escarbaba y echaba tierra en el lugar por donde salía del lecho y regresaba después, pisando sobre las piedras exclusivamente, para salir en realidad, por otra parte.

Así, conociendo al coyote, Edorta evitaba los cañones, las laderas rocosas, los llanos montañosos y, por las noches, escogía de preferencia mesetas áridas, pequeñas, en donde acomodaba compactamente al rebaño, con las hembras y sus crías en el centro, cerca de él, rodeadas de los más grandes y cornudos machos, con lo cual formaba una especie de cinturón de defensa exterior.

El coyote pasó varios días sin oportunidad de hacer mal alguno, pero poco después peligrosamente se acercaba,… tratando de ocasionar una estampida y así llevarse, en la confusión, a alguno de los corderillos, pero falló, tanto porque le faltó arrojo, como porque Edorta armado de piedras, pudo atinarle un grueso pedrusco por el lomo y, tuvo que huir, lastimeramente, con la cola entre las partas.

El coyote, fue más lejos, en sus estratagemas. Una tarde, ya cayendo el sol, Edorta comía cerca de un pequeño fuego que había encendido, cuando escuchó un quejido débil y lastimero. Se aproximó y vio con asombró al coyote tendido en el seco pastizal, con la lengua de fuera, respirando espasmódicamente. Se le acercó sin quitarle la vista de encima, empuñando la fuerte vara, pero se percató que el animal le miraba de soslayo, sin intentar incorporarse.

¡Fue entonces, que ante la sensación inexplicable de peligro, se detuvo! Ahí, a sólo un paso más de él, descubrió una horripilante serpiente cascabel, larga, gruesa, enroscada y lista para atacar, confundida entre el color cafesusco de las hierbas.

¡Dio un salto hacia atrás! ¡Vio como el coyote se ponía de pié, un tanto decepcionado, trotando desdeñoso, con su peculiar especie de sonrisa entre las fauces abiertas. Cuando Edorta mató a la serpiente con su vara, no pudo evitar un intenso estremecimiento en su cuerpo, tampoco el apretar los dientes, al comprender en todo su horror, lo cerca que había estado de la muerte, por la premeditación de su adversario, para deshacerse de él, con un arma letal, la serpiente.

Edorta ignoraba si el coyote actuaba sólo por instinto o por un poder inteligente para el mal, con un plan psicológicamente perfecto, no sólo para prever el lugar preciso donde poner la trampa mortífera, sino también, predecir las reacciones humanas de su enemigo, al acudir en auxilio de un ser que se quejaba, asombrarse al ver que se trataba de su rival y, caminar con la mirada fija hacia él, en la dirección precisa del cepo, disimulado entre las hierbas secas…

Sabido es que un ser humano, que se encuentra aislado durante algún tiempo de los suyos, en contacto directo con la naturaleza, torna parcialmente a experimentar algunas de las supersticiones y miedos ancestrales del hombre primitivo. Así le ocurría a Edorta. Temía que su adversario no fuera un animal común, sino un ser diabólico, inmisericorde, astuto y frío, algo así como una encarnación maléfica de alguno de los genios de los áridos montes y enormes desiertos de esa región inhóspita.

¡Edorta, armó un plan, que su temor le había inspirado! Exploró los alrededores; eligió para instalar su campamento, en contra de su costumbre, una hondonada pedregosa y esperó ahí, a que cayera la noche; envolvió una roca con su abrigo, más o menos de su talla, poniendo otra del tamaño de su cabeza a la que le colocó su boina, para simular que era él; prendió la fogata y se escondió entre otras piedras… Dejó pasar un largo rato; se deslizó por el suelo hasta llegar al rebaño, reptando para no asustarlo, apartando suavemente las patas que le estorbaban; hasta llegar a las laderas.

Le temblaban las mandíbulas, apretaba los dientes, dispuesto a ejecutar el plan que concibió su mente juvenil, para acabar de una vez, esa lucha épica. Se sintió el coyote, atisbando de lejos a su presa, famélico e invisible, buscando el lado débil por donde iniciar un ataque.

El coyote aullaba esa noche de luna llena, mientras Edorta se arrastraba con sumo cuidado, conteniendo el aliento, hacia el lugar de donde parecían provenir los aullidos. El animal estaba de espaldas a su enemigo, levantaba el hocico hacia la luna, aullaba y, miraba al rebaño, enseñaba los dientes con una mueca de ansiedad y rabia… Despedía una peste a carroña. Edorta, temblando de frió y exaltación, vio al coyote subir directamente hacía donde él se hallaba, se levantó gritando como energúmeno y blandió su vara amenazadoramente.

Antes de que el coyote se repusiera de la sorpresa y del susto, con la cola entre las patas, Edorta descargó sobre el animalejo, golpe tras golpe, en medio de una serie espeluznante de aullidos, toses, gruñidos y gritos de su contrincante, quien buscaba la garganta de su enemigo. Edorta tuvo cerca su fétido aliento sobre su cara, sus duras uñas rasguñando sus piernas y brazos, mientras el coyote caía de espaldas, gimiendo y revolcándose de dolor y desesperación. ¡Le había quebrado la columna!

El joven, levantó la piedra más grande a su alcance y la asestó sobre la cabeza de la fiera, tronaron sus huesos, se convulsionó su cuerpo y, súbitamente, se tensó y expelió un chorro de orina y quedó quieto,… muerto. Se extendía la mancha de sangre, hasta los pies del muchacho, que volvía el estomago, con sabor amargo de la hiel en los labios resecos, las piernas temblorosas, tropezando y cayendo, llegó hasta el rebaño, se hizo ovillo y cayó en un sueño profundo.

Despertó muy tarde, sintiendo todos sus miembros tiesos y adoloridos. Sin embargo, curiosamente, despertó también, sintiéndose extraordinariamente ligero, como si estuviera emergiendo después de haber estado hundido durante muchos días dentro de un torbellino negro y doloroso.

Apoyado sobre un codo, Edorta miraba todo curiosamente,… con el encanto de quien se ha sensibilizado de súbito. Cuando quiso buscar cautamente dentro de su pecho el dolor familiar y constante que le había estado estrujando desde que salió de su casa, de su familia, de su pueblo y de sus montes, noto, casi sin atreverse a creerlo, que ya no estaba ahí y, que en su lugar, sólo había quedado una suave nostalgia, pero había terminado su primera y tremenda lucha y, ahora sabía que aunque hubiera otros dolores esperándole, otros coyotes arteros que pretendieran rivalizar su astucia y fuerza con las de él, ¡podía vencer!

[DE BASABE, Luis. (1971). 4 Cuentos Vascos. México: Ediciones Botas. México. Pp. 37-73]

En esos momentos, sabía lo que la vida le deparaba…

Él había luchado,… para descubrirse y había vencido, se había encontrado…

Edorta había luchado contra toda la premeditación de su adversario, para deshacerse de él. Luchó contra un arma letal, ¡el mal!; luchó contra las trampas mortíferas, al afrontar sus propias reacciones ante su enemigo, ¿quizá él mismo?, ¿por dejarse llevar por los seres diabólicos y ante sus propios demonios?, con inteligencia, con prudencia, con planes para enfrentarlos y así, ¡logró vencer!, conociendo lo que la vida le ofrecía y también, ¡sabiendo lo que él podía lograr!

[Sonia Uberetagoyena Loredo]

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